domingo, noviembre 30, 2014

TRANQUILO GUARDIAN DEL TEMPLO, JOSÉ ZALAQUETT



     A comienzos de los años ochenta, las voces mas impostadas de la escena de arte nacional proclamaban la muerte de la pintura. El futuro pertenecería  a las instalaciones, el video, las acciones de arte, los objetos, el arte corporal y esa zona de límites difusos que se suele designar como arte conceptual.

     Se repetía así un viejo ritual edípico. Cada vez que surge una nueva modalidad de arte, sus cultores y la crítica que pulula en torno a ellos no se contentan co ocupar su nicho entre tantas otras manifestaciones. En cambio, insisten en afirmar su propia valía sobre la base de matar (o por lo menos declarar que se ha muerto) todo lo que los precede.
     En Chile, la reacción en contra de la “pintura – pintura”, fue un eco tardío de una moda que tomó cuerpo en los centros internacionales del arte, a partir de fines de los sesenta. Diez años más tarde, la pintura hizo un regreso triunfal, en el extranjero y en Chile, demostrando que “los muertos que vos matasteis gozan de buena salud”.

     Pero no se entienda que niego el valor de las nuevas dimensiones de las artes visuales. Ello sería tan absurdo y dogmático como la actitud de los que desdeñaban la pintura como tal. De hecho, el regreso de la pintura a su sitial, en los años ochenta, no acabó tampoco con las nuevas manifestaciones, las que han ido asentándose cada vez más. Se trata, más bien, de reconocer que la creación visual de calidad se puede verter a través de diferentes canales; que hay espacio para mucho de ellos; y que pretender que uno es un artista genuino sólo por que escogió transitar por el canal de moda, es tan absurdo como suponer que abrazar una determinada etiqueta ideológica nos evita para siempre el esfuerzo de pensar y de convencer.

    En las últimas dos décadas, artistas chilenos que se expresan a través de alguna de las nuevas manifestaciones de las artes visuales han alcanzado magníficos logros. Baste mencionar a Juan Dávila, Eugenio Dittborn, Alfredo Jaar o Lotty Rosenfeld, entre otros. Pero también se da con abundancia, especialmente en ciertos círculos académicos de arte, la creencia de que si no se hace arte de acuerdo a ciertos modelos, se está al margen de la razón histórica o de la razón estética.

      Quien trajo de vuelta el auge de la pintura, en el Chile de mediado de los ochenta, fue un grupo de pintores jóvenes, la mayor parte de ella amigos entre sí, que compartían recintos precarios a guisa de taller colectivo. No los movía un afán teórico de reivindicar la pintura como respuesta a las artes visuales en boga. Simplemente sabían que lo suyo era poner pigmento (acrílico, casi siempre, o incluso latex; y óleo, si se conseguía por un golpe de suerte) sobre papel y, más tarde, cuando se lo podían permitir, sobre tela. El gozo o el imperativo de pintar no necesitaban  de explicaciones ni justificaciones. Eran tan simples y evidentes como comerse una manzana o tomarse una cerveza.
    Se ha solido acomodar a estos pintores dentro del término amplio de neo-expresionismo, a falta de mejor expresión que dé cuenta de la variedad de sus soluciones figurativas. Algunos de ellos habían viajado al extranjero; otros conocían el trabajo de los principales artistas contemporáneos solo a través de las revistas de arte. Sus héroes contemporáneos, cuando los tenían, incluían al Philip Guston tardío; a Schnabel, Salle y Basquiat (aún cuando el paso del tiempo ha ido devaluando la importancia de estos tres últimos, no es fácil olvidar la fuerza de revelación que parecieron tener en su tiempo e los artistas chilenos); a los pintores de la llamada transvanguardia italiana y a los neo-expresionistas alemanes.

    La lista de estos pintores chilenos es larga y toda enumeración, inevitablemente incompleta. Recuerdo como los fui conociendo, uno a uno, a partir de mediado de los ochenta: primero Bororo, Samy Benmayor, Omar Gatica, Matias Pinto d’Aguiar; poco después, Pablo Domíguez, Carlos Araya (Carlanga), Mauro Jofré, Milton Lu, Miguel Hiza; más tarde conocí a Matilde Huidobro, Fernando Allende, Nathalie Regard; y recientemente, a Marcelo Sánchez y Hugo Cárdenas (y en todo tiempo, circulando fuera y dentro de todos ellos, distante a veces, única dentro de lo suyo, la genial, inclasificable Pancha Nuñez).

   Algunos de estos pintores se han ido encumbrando en la estima de la crítica, han tenido exposiciones en el extranjero y concitan el creciente interés de galerías y coleccionistas. Otros han partido fuera de Chile por unos años o por tiempo indefinido. El itinerario artístico de varios de ellos los ha llevado por nuevos derroteros. Pero en todos (quiero creerlo) continúa una cierta lealtad con un espíritu común, a veces negado u olvidado, otras veces ni siquiera advertido, pero que, pese a todo, aunque para largo tiempo, permitirá a muchos de los nombrados decir todavía, junto con Ettore Scola, “nos habíamos amado tanto”.
  

    Si uno se pusiera a preguntar quiénes representan más cabalmente dicho espíritu común, se encontraría con distintas respuestas, pero sospecho que en cada lista figuraría el nombre de Mauro Jofré.

    Conocí a Mauro por primera vez en 1987, cuando acompañaba a la curadora de un museo holandés a visitar talleres de artistas nacionales. El de Mauro era “La Brocha”, un garage del barrio Bellavista, usado como taller por José I. León y compartido además con Pablo Domínguez y Carlanga. Sus pinturas eran un reflejo de su persona: de un expresionismo comprometido, pero sereno, sin dobleces ni estridencias.

    Más tarde, Mauro Jofré fue y vino, en el curso de los años, por muchos domicilios-taller, exponiendo donde se presentaba la oportunidad. Sin embargo, de una extraña manera, siempre me pareció el más estable del grupo, el tranquilo guardián del templo, el amante fiel de la pintura – pintura.
    A través de los años he tenido la ocasión de seguir la evolución de su pintura, siempre sólida y reconocible, como lo es la producción de todo artista que tiene una básica coherencia consigo mismo. Recuerdo en particular algunas de sus más notables creaciones: una vista de la mina  tajo abierto de Chuquicamata, una marina con gigante mano de pintor, irrumpiendo desde un costado, una poderosa vista oval de casas y tejados de pueblo, expuesta en la bienal de Valparaíso. Todas ellas están ahora en colecciones privadas.

    Esas obras figuran también en el museo virtual de mis recuerdos (similar al museo virtual de otros amantes del arte), que contiene selecciones de lo mejor del arte chileno contemporáneo. Un museo que espero continuará expandiéndose, a medida que el trabajo de artistas como Mauro Jofré siga rindiendo sus mejores frutos.  





José Zalaquett
1996


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