UNA
VELADA CRUDEZA
1)
La pintura de
Mauro Jofré coincide – desde el punto de vista antropológico y formal con su
apariencia. Y hay que decir que dicha coincidencia excluye toda sospecha de
ligereza o impostura. Es sólo cosa de interrogar su pintura: cada pincelada,
cada imagen presente en su obra exhibe un grado de coherencia acorde con los
limites temáticos y formales impuestos por su propia concepción de la actividad
pictórica. Estos límites reproducen un “modo de vida”; evocan, por así decirlo,
ciertas resonancias de naturaleza romántica o existencial; hacen de las
experiencias un modelo de resistencia, al margen de la hegemonía
tecno-mediática que distingue el imaginario visual de fin de siglo.
2)
La pintura de
Mauro Jofré se rige por el principio de la honestidad. No existe otra forma de
afrontar la proclamada crisis del genero (extendible al arte en general). La
sentencia hegeliana respecto a “la muerte del arte” omite la persistencia de
ciertos actos gratuitos. Frente a la crisis del sentido (el arte es un hecho
fáctico y como tal ya no puede ofrecer la coartada de la trascendencia), el
artista –el pintor en este caso- sólo puede ofrecer su temple, es decir, su
vocación.
3)
La vocación
pictórica de Mauro Jofré supone una fidelidad respecto de aquellas zonas retraídas
por la experiencia. Su modelo antropológico y social lo constituye el barrio;
su “modus operandi”, el recorrido callejero. Dicho modelo, dicha actitud obliga
a una mirada pausada, forjada a partir de una serie de estímulos provenientes
de una topología sustraída a la vertiginosa modernización urbanística y social. De ahí que su pintura
evite la limpieza, el refinamiento, o la simple ocultación de la escara
depositada en los muros y en los interiores que limitan su imaginario
vulcano-barrial.
4)
La pintura de
Mauro Jofré reproduce un tiempo y un espacio histórico especifico de la ciudad.
Y también de la práctica artística. Se podría hablar aquí de una necesaria
marginalidad. La calle, el negocio de la esquina, el taller de vulcanización y
la letanía de ciertas atmósferas borrachas so coincidentes con la existencia de
un tipo de pintor, en apariencia en desuso.
5)
La pintura de
Mauro Jofré recuerda – por encima de cualquier consideración histórica –
ciertos gestos provenientes de la llamada
“Generación del Centenario”. La analogía es valida, sobre todo si se
atiende a la veracidad y a la expresión de su lenguaje plástico. Una mezcla de
verismo y expresividad, no calza desde una perspectiva existencial – con la
idea de cálculo o programa. Es una incertidumbre (otros hablarán de aventura)
que evita las soluciones garantidas, calculadas, los efectos emblemáticos, cada
vez más cosificados, que caracteriza el repertorio formal del arte más
reciente. Esta concepción de la práctica artística exige no sólo un grado importante
de honestidad; exige también, un compromiso de carácter afectivo o existencial
contradictorio con los sobreañadidos retóricos de la vanguardia así como las
soluciones esteticistas de cierta academia.
6)
La pintura de
Mauro Jofré exhibe una velada crudeza; en esto su obra no guarda una filiación
muy precisa con aquellas tendencias o expresiones más “taquilleras” que
comparecen en la actual escena santiaguina. En este sentido, su pintura no
parece reproducir aquellas operaciones susceptibles de fomentar, de manera
oportunista, la emergencia de determinado discurso. La aspereza, desde el punto
de vista político desafía las articulaciones que arman los discursos; a lo más
podría remitir las figuras del arrebato,
la barbarie, la inocencia, la irresponsabilidad. Pero la inconciencia depende
del contexto, la inocencia de los discursos militantes, el arrebato de las
censuras ideológicas. Sin embargo, no se podría sancionar una pintura que no
pretende erigirse en defensora de los desvalorizados derechos de la
subjetividad (en el sentido catártico del término)
7)
La pintura de
Mauro Jofré acusa una orfandad respecto a las filiaciones que determinan las
opciones temáticas y formales del arte “joven” de la presente década. Es una
exclusión que depende de las preferencias y motivaciones connaturales al
ejercicio crítico. Y hay que decir que la crítica de arte en Chile (por lo
menos las voces más afines a la vanguardia) ha tendido a privilegiar, de
manera políticamente justificada, una
lectura centrada en el “imperativo de la lucidez”. Una persecución terrorista
sólo es comprensible en un estado terrorista. La tiranía supone el silencio o
el discurso de la dislocación. La democracia exige, por el contrario, una voz
lo suficientemente fuerte como para paliar el desmantelamiento de los espacios
consagrados a la disidencia. “Hacerse oir” pasa, en la actualidad, por los
circuitos promocionales, informativos, comunicacionales (siempre que se tenga
algo que decir, osea, algo que vender). En este sentido, la voz de Mauro Jofré
es demasiado tenue, humilde incluso. La precariedad nunca es enfática, evita la
cosificación (a pesar de tratarse aquí de una serie de objetos pictóricos).
8)
La soledad
existencial presente en la obra de Mauro Jofré es inconfundible con cualquier
estrategia de vaciamiento. El mentado vaciamiento del arte moderno (aclamado
como una conquista positiva respecto a la tradición simbólico-religiosa del
arte) se asemeja, de manera sospechosa, con los rasgos desublimatorios que
caracteriza la lógica implacable del mercado. El arte que se vende es, a lo
sumo, una suerte de parodia, que testimonia – por lo mismo – su carencia de
espesor, de necesidad. Lo que se comercia son los gestos espectaculares,
grandilocuentes, o los efectos cosméticos, a veces leves, a veces intensos (del
conceptualismo, del expresionismo, etc.).
9)
La pintura de
Mauro Jofré adolece de grandilocuencia y de vacuidad. Nada de retórica; nada de
vaciada economía; una polvorienta melancolía envuelve su entorno, su espacio de
vida. Su pintura es, a la larga, una suma de gestos rotos.
Guillermo
Machuca
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